jueves, 28 de noviembre de 2013

De cómo lo conocí

En mi casa siempre hubo muchos libros. No es capricho de la vida que me guste tanto leer. Mis viejos militaron firmemente durante toda mi infancia para que eso suceda.
Me acuerdo del primer libro sin dibujos: “Los troesmas de la capital cuentan”. Me acuerdo de la contratapa que decía que era para los niños que querían un libro lleno de letras como los de los grandes y que también era para los más chiquitos que no sabían distinguir la “o” de un huevito, pero que igual pedían que se los lean. Me acuerdo del saurio rosa que crecía de un papel de chicle.
También me acuerdo del Barco de vapor, de la serie blanca, del libro ”Un montón de unicornios”, de la parte que hablaba sobre una palmera “triste y descolorida” y de cómo yo siempre leía “triste y desconsiderada”. Me gustaba ir pasando de la serie blanca a la celeste y de la celeste a la naranja. Cuando llegué a la roja ya podía decir que era grande.
También estaba Trilce y la colección “para esos locos bajitos”. No sé por qué me acuerdo de la editorial y del nombre de la colección. Supongo que me gustaba eso de ser una loca bajita y que hubiera libros para mí.
Después hubo una época en la que dejé de prestar atención a las editoriales y a las colecciones, incluso a los autores y a los nombres de los libros. Agarraba uno cualquiera de la biblioteca de mi casa, si me gustaba lo leía, y si no lo dejaba por la mitad.
Una mañana de esa misma época, en el transcurso de una clase de literatura, el profesor se acercó y me dio un libro. “Leelo” dijo. Como yo devoraba lo que me llegara a las manos, y como tenía -y tengo- un gran respeto hacia él, lo hice. En menos de una semana ese libro dejó de ser solo papel impreso y pasó a formar parte de mi torrente sanguíneo, y cual tenia equinococo fue dejando huevos en todos mis órganos sin que yo lo notara. Le devolví el libro sin más.
Años después algún huevo eclosionó y aquella historia reapareció en mi mente. No recordaba cómo era el libro, ni el autor, y mucho menos la editorial. Solo recordaba a un hombre que se encontraba de pronto frente a una puerta, la abría y entraba a una habitación, luego de cerrarla ya no podía volverla a abrir, pero veía otra puerta en frente y también la abría, eso lo llevaba a otra habitación donde había otra puerta más, y así sucesivamente. En cada habitación encontraba personajes distintos y todo era muy raro, parecía salido de un sueño o de una alucinación. Tanto que llegué a dudar si realmente lo había leído o si era producto de mi imaginación.
Comencé a preguntar a las personas que sabía lectoras si tenían idea de qué libro se trataba, contaba brevemente lo que recordaba -que no era mucho- esperando algún dato, pero nadie me sabía decir. Eso reforzaba aún más la idea de haberlo soñado.
Llegué a recorer toda Tristán Narvaja, librería por librería, pero ningún librero parecía conocer el texto.
Pasaron meses, capaz un año, y me mudé a la costa. Pero la necesidad de releerlo seguía dando vueltas.
Una noche, de casualidad, conocí a un profesor de filosofía, y quién sabe cómo, llegamos a la conclusión de que aquel profesor mío de tercer año era su mejor amigo. Entonces me llené de esperanzas, hablé del libro una vez más y pregunté si sabía de cuál se trataba. Después de cinco años de haberlo leído, y de casi un año entero de búsqueda, este señor, muy tranquilamente me dijo: “Ah, claro, El lugar, de Levrero”. ¡Tenía el nombre! No conocía al autor, y aún pasaría largo tiempo antes de que pudiera conseguir un ejemplar. Ya no lo editaban y no pude encontrarlo usado.
Mario seguía vivo, y fue hasta después de su muerte que me topé (también de casualidad) con la trilogía involuntaria. Claro que yo no sabía mientras esperaba, que lo que tenía que suceder para que lo reeditaran era justamente eso, que muriera.
Hubiera preferido que las casualidades sigan, toparme con él un día y preguntarle si no sabía de quién era un libro que hablaba de un hombre, de muchas puertas y de un extrañísimo lugar.

martes, 26 de noviembre de 2013

Genocidio

Los efectos del gas fueron devastadores. Los escasos sobrevivientes demoraron días en recobrar la conciencia. Cuando despertaron se vieron confundidos entre los cadáveres, como si al momento de la explosión todos hubieran caído al unísono allí donde los sorprendió. Lo único que los diferenciaba era la forma en que yacían los cuerpos. Los que habían alcanzado la muerte, se encontraban contraídos violentamente en una especie de posición fetal forzada, casi esférica. Los que por fortaleza o suerte no pudieron alcanzarla, pero que sí la desearon durante las horas agónicas que demoró en hacer efecto el gas, se encontraban desmayados entre sus iguales sin vida, pero no habían llegado a esa posición que cualquiera de nosotros podría haber tomado como irónica; eso de dejar la vida igual que como se llega a ella.

De a poco se fueron incorporando. Paulatinamente iban recuperando la fuerza que les permitía moverse entre los cuerpos. Cada uno tenía la sensación de que no podía ser el único con vida, que debía encontrar a otros. Pero antes de comenzar esa búsqueda necesitaban energía, y así se fueron encontrando, de a uno, en el centro de comida. El hongo que los alimentaba estaba casi seco, pero algo se podía rescatar. Los primeros tres llegaron prácticamente juntos. Comieron, pero con prudencia. Sabían que por ahora eso era todo lo que tenían, además de la esperanza de que siguieran apareciendo sobrevivientes, por lo que debían guardar alimento para ellos también. Y así fue: comenzaron a aparecer de diferentes direcciones, todos tomaban su ración y aguardaba pacientemente la llegada de otros. El número treinta fue el último. Esperaron unos días más, pero nada. Había llegado la hora de salir.

La cantidad de muertos era abismal, había tantos cadáveres que se veían obligados a caminarles por encima. Necesitaban hacer una limpieza. Afortunadamente los orificios de entrada y salida que tiempo antes habían logrado abrir gracias a los nudos de las tablas, seguían abiertos. Los usarían para tirar los cuerpos. Se les ocurrió cuando luego de mirar hacia abajo, notaron que varios ya habían caído. Los vieron como pequeñísimos puntos negros allá a lo lejos sobre el fondo blanco. Cada uno debía cargar un cuerpo y dejarlo caer por las perforaciones. Ya hacía días que se venían sumando sobrevivientes, por lo que el número inicial de treinta había aumentado considerablemente. Al principio soltaban el cuerpo y respetuosamente lo observaban caer, luego ya lo hacían con mecánica indiferencia. De a poco el blanco dejó de ser tan blanco, y el espacio se volvió más transitable. Pero aún quedaban cientos por tirar.

La eliminación de cadáveres continuó sin mayores inconvenientes hasta hoy. Varios de ellos llegaron al orificio prontos para soltar el cuerpo, pero al hacerlo notaron, con asombro, que el cadáver quedaba suspendido. Se podía ver a través del orificio, pero había algo que no permitía pasar. Una delgada capa transparente y pegajosa. No era fácil librarse una vez que intentaban caminar sobre ella. Habían estado tan ocupados en su tarea infinita, que no notaron los cambios que sucedían debajo de sus pies. El blanco ya no solo no era blanco por el amontonamiento de cuerpos, sino que además había sido habitado por otro ser que ya no soportaba el bombardeo. El mismo que había sido responsable de de todas las muertes, que no los quería viviendo sobre su cabeza, que estaba harto de barrer las pequeñas bolitas negras y de sacudir las sábanas, que había decidido pegar cinta adhesiva en cada uno de los orificios y que no dudaría un instante en repetir el gas inicial: yo.

Octubre

Foto de Cecilia Almeida Saquieres

A mi mellizo diabólico.Perdón por ordenar tan poco el ático.

Paso mucho tiempo sola y en silencio. Ni siquiera tengo el impulso de poner música, la música es para cuando me siento bien.

Capaz empezar a leer La novela luminosa no fue una buena idea. O sí. Capaz escribir de esta forma -que es prácticamente la misma que usó él para escribir su diario- me ayude. ¿A qué? Ni idea. Por lo menos a hacer algo y no quedarme sentada en esta silla mirando los dibujos del mantel. Es muy probable que hasta esté escribiendo parecido, no me culpen si parece un plagio. O sí cúlpenme, no sé.

Me identifico mucho con el viejo, que además de muchas otras cosas, está claramente deprimido. Dice que los antidepresivos le hacen bien, me pregunto si yo debería tomar. De última es una droga más, qué le hace una mancha más al tigre, un químico más al organismo. Algo que me saque de este embotamiento. Algo que haga que las actividades cotidianas no me signifiquen tanto esfuerzo. Que para colgar la ropa no necesite tomar aliento, repensarlo, lidiar con la posibilidad de dejarlo para después y juntar fuerza para lograr hacerlo en lugar de dormir la siesta -la mayoría de las veces sin éxito- que es en verdad lo único que siempre tengo ganas de hacer. Ni hablar de lo que es salir a comprar jabón en polvo; dos días postergando y planificando una compra que solamente consiste en bajar una escalera, salir, caminar diez pasos y volver. 

No me quiero poner a deshilvanar qué cosas son las que me tienen así. Solo quiero un caramelo mágico que me de energía, pero sin bajada y sin bajón.

A mis veintisiete años debería ser preocupante verse en un viejo ermitaño, hipocondríaco y agorafóbico de sesenta. Y lo es.

Los platos sucios siguen ahí. Sé que es un minuto lavarlos, pero los sigo acumulando. Si no están por el techo, es únicamente porque no vivo sola.

Donde sí vivo sola, y se nota, es en mi cuarto. Soy incapaz de meter las cosas en el ropero, las veo ahí tiradas, pienso que debería juntarlas, imagino la cantidad de bichos que podrían estar anidando en ellas, pero no hago nada. Hay una botella de cerveza vacía que la semana pasada un amigo tiró contra un rincón, parodiando el estado del cuarto, y ahí está, cubierta de polvo, exactamente en la misma posición en la que aterrizó. Cerca hay cuatro revistas del ochenta y pico que compré una vez con la intención de usarlas para decorar mi bicicleta, y también están ahí, juntando el mismo polvo. La cara de Susana Giménez me mira cada vez que me voy a acostar. Yo me limito a correrla un poco con el pie cada vez que me interrumpe el paso. Porque sonará raro, pero no me gusta pisar las cosas que tapizan el piso de mi cuarto. Incluso cuando no hay más espacio dónde pisar, delicadamente voy a haciendo huequitos con el pie, de manera de pisar alfombra y no ropa o libros o revistas o platos o lo que sea que haya tirado por ahí. Tampoco me gusta dormir con la cara contra el colchón, por lo que si bien jamás tiendo la cama, cada noche pongo correctamente la sábana de abajo, y el resto me lo tiro encima lo más uniformemente posible para que me quede todo el cuerpo bajo el acolchado.

Y las siestas... este año son un poco más justificadas porque entro a trabajar a las siete y media de la mañana. Pero ya he pasado por estados similares en otras etapas de mi vida, y las siestas existían igual, el mismo mecanismo de evasión. El otro día me desperté con la certeza de que si duermo tanto, es porque me resluta mucho más interesante lo que pasa en los sueños que lo que vivo diariamente durante la vigilia. O al menos mientras sueño me siento mejor. A diferencia del viejo nunca logro anotarlos… si por lo menos me sirvieran para ejercitar la escritura. Soy muy mala imaginando historias, pero capaz no soy tan mala contándolas. Igual siempre recuerdo cosas aisladas, o que considero estúpidas, o demasiado obvias. 

Del sueño de hoy por ejemplo, recuerdo que pasaban cosas alrededor, no recuerdo qué, solo tengo la imagen de estar rallando zanahorias en un rallador bastante grande, de esos que son como una pirámide trunca. Usaba la parte que ralla más fino, no paraba, rallaba una zanahoria atrás de la otra, y se iba formando una montaña de tiritas naranjas que yo no podía ver, pero sabía exactamente qué aspecto tenía. No era ciega pero no podía ver. De a ratos, mientras el resto de la escena se sucedía, yo estiraba la mano y agarraba tiritas de lo que supongo era un plato, y me las pasaba por la boca. No las comía, pero las sentía, eran suaves y frescas. Eso es todo. 
Sé que pasaron miles de cosas más, seguramente mucho más ricas, pero no me acuerdo. Si fuera buena, quizá solo con esto podría escribir un relato interesante, pero probablemente no lo sea y por eso no lo puedo escribir.

No solo es que no sea buena, sino que además soy vaga. Quiero que mi inconsciente me de todo pronto, y yo solo tener que ponerlo en palabras. 

La ley del mínimo esfuerzo. Creo que es la que rige mi vida entera. Ya me lo pusieron como juicio una vez en un carné, junto con «cuide actitudes y vocabulario».

Sé que puede sonar pedante decir que me siento identificada con Levrero, pero que no se malinterprete. No me identifico con él como escritor, o como pensador o como lo que mierda sea además de un genio. Ni siquiera digo que mi neurosis sea causada por las mismas cosas que la de él, capaz solo tenemos en común la depresión, que al ser una enfermedad que se produce por la falta de ciertos químicos en el organismo, en todas las personas se manifieste con síntomas parecidos. Capaz si en vez de él fuera Coelho el que escribe un diario sobre una etapa similar, me sentiría igual de retratada (igual o más, como manipulador es muy bueno ese hijo de puta). Pero en este momento lo estoy leyendo a él, y es en él en quien me veo.

En un momento de La novela cuenta que estuvo sentado en un bar con Chl, conversando sobre no me acuerdo qué escritor, por el que ella sentía una gran admiración, que él compartía, pero no tanto. Y en un momento siente la necesidad de decirle «Ojalá después de que yo muera, alguna vez dos personas como nosotros se encuentren en algún boliche del mundo y hablen de mí en esta forma» y agrega para sí «Esa manera de sobrevivirse en el arte»

No sé si lo hice en un bar, y sé sin dudas que no soy (somos) como ellos, pero lo hemos hecho, lo hacemos. Quizá yo no lo hablo tanto, porque paso mucho tiempo en silencio, pero sí pienso de esa forma en él. 

Voy a colgar la ropa. 

Gracias Mario.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

martes, 19 de noviembre de 2013

Terminal

¿Si no escribo es porque no tengo nada para decir? ¿Se puede entrenar el pensamiento? Obvio que sí. 
Aprieto los dientes, empujo las paletas hacia adelante. Tiene que haber un motivo subyacente. Ni pienso hacer terapia. Se me tendrá que pasar, o se me caerán los dientes, como en los sueños. Más material para terapia. 
Voy a escribir un día que tenga cosas para contar. Escribir pensando que se lo contás a alguien. Como Winston. 
Solo pienso en lo que veo. Señoras hablando sobre algo del liceo, championes Nike con brillantina, señor feo hablando por un iPhone. Señor pelado comiendo una empanada. La del mostrador conversando con un tipo. Iba a poner muchacho, pero borré y puse tipo. No sé por qué. 
Suena reggaeton de fondo. Uno espantoso. ¿Será esa la música adecuada para un lugar público? Por más que no me guste, ¿será lo más «adecuado»? Si trabajara yo, ¿podría poner Vetusta Morla? ¿Y Los Punsetes? Creo que no. La vez que lo intenté en el Pico fue un fracaso. A nadie le gustó. Allá había que poner reggae y hip hop. Acá se ve que hay que sintonizar la peor radio con top tens. La duda, en realidad, es si la empleada de la cafetería tiene libertad de elección o no. Es fácil averiguarlo, pero ahora está ocupada con el tipo. Tampoco lo averiguaría si estuviera sola. No es tan importante. Y no tengo ganas de hablar con ningún extraño. 
Es feo de verdad el del iPhone. 
Faltan seis minutos. Me quiero ir. 
¡Esta canción! Qué sensación rara que me genera. No sé de quién es. Creo que la estaban pasando en el hotel de Lima cuando fuimos con mamá; por alguna razón imagino peruanos bailando llenos de cotillón. Nunca lo voy a poder comprobar. «Nosequecuanto un beso en la boca». 
Faltan dos minutos. 
Tener cosas para contar no es lo mismo que tener cosas para decir. 
Llegó.

Matrioska

Voy a buscar agua. Es de noche pero no prendo la luz, ¿qué hace el microondas arriba del lavarropas?, la heladera está dada vuelta… qué raro… está muy oscuro, no hay nadie,  tengo miedo.
Por fin me despierto.
Ahora sí, es mi cuarto, es mi cama, todo en orden, ¿y ese agujero en la pared? Ah, Joaco, ¿qué haces ahí?, ¿dónde está la puerta? Siento un bebé, ¿lo sentís? No, no lo escucho lo siento. Está afuera, es mi sobrino, ¿por dónde salgo si no hay puerta? Está solo, tengo que salir, es de noche dale, ¿dónde está la puerta? ¿Me está pasando otra vez? Tengo que abrir los ojos. ¡Pero si ya los tengo abiertos!
Por fin me despierto.
Estoy en mi cama, y ahí está la puerta. Bien. ¿Qué eso? Abajo del acolchado a la altura de los pies, va subiendo, no me puedo levantar. ¿Es humano? No sé, pero es mujer. Me agarra las manos, me muerde los dedos. ¿Soy yo? Sus dientes no tienen filo pero muerde muy fuerte ¡¡Basta!!
Por fin me despierto.

Imbéciles

Terminal de Maldonado. Viernes. Siete de la tarde. —Disculpá, ¿te puedo hacer una pregunta? ¿Por qué te cortás el pelo así? —¿Y vos por qué te pelas? ¿Porque te gusta? Y bueno, lo mismo, porque me gusta, simple estética. Ah, ¿pensaste que había algún fundamento ideológico atrás de un corte de pelo? No. No hay. ¿Esperabas un «por el asco que da tu sociedad»? No. Paso. Mirá, viene el bondi, nos vemos. Copsa, cuarenta asientos, y el señor de la pregunta estúpida se sienta al lado, pasillo mediante. Arrancamos, se apagan las luces, prendo la mía, saco el libro y empiezo a leer. Al rato cierro el libro y los ojos, resta hora y media de viaje y una larga noche por sobrevivir. No pasan ni cinco minutos cuando siento que me tocan el hombro, abro los ojos y lo único que llego a ver es una pantalla de celular muy cerca de mi cara con un mensaje de texto sin enviar: «sos lesbiana». A pesar de la falta de signo de interrogación, miro al imbécil de la pregunta estúpida —la otra—, que me mira con una sonrisa que pide a gritos que le bajen todos los dientes de una patada, y arranco: —Idiota, qué mierda te importa… ¡Imbécil! ¡Ah, pero sos un idiota! ¿Aparte qué, te da vergüenza preguntarme en voz alta si soy lesbiana, mongólico? Idiota. ¡¿Me despertás para preguntarme eso?! Además, ¿qué te cambia si soy o no soy, pelotudo? Estuve a punto de entrar en un loop infinito de gritos e insultos, pero en vistas de que el hombre miraba hacia abajo y que nadie decía nada y que yo era la única que estaba gritando como una esquizofrénica en el medio del bondi, le dije «imbécil» una vez más y me callé. Obviamente no dormí una mierda y el resto del viaje lo pasé envenenada mirando por la ventana. ¿Qué esperaba este señor? ¿Que sonriera? ¿Que le contestara por escrito «Sí, papi, pero por vos me convierto» y así empezáramos un chat erótico en vivo?, ¿«Sí, y estás invitado a un trío conmigo y mi novia»?, ¿«No, gracias al cielo, así no me pierdo a los machos como vos»? ¡Idiota! Si fuera lesbiana, sería problema mío y ni se me ocurriría alimentar las fantasías de ningún pajero cabeza de pija, y si fuera heterosexual, preferiría mil veces chupar una concha a siquiera rozar por accidente o aun charlar dos minutos con un subnormal del orto como este.

Conscientemente incomprensible

¿Cómo pienso? ¿La mente es hojaldrada? ¿La puedo reproducir por escrito? Tengo varios niveles de pensamiento, el primer nivel sería el que está más cerca de la frente y el último más cerca de la nuca, y digo frente por cercanía con la boca, aunque tendría más sentido si las palabras salieran por los ojos.
Voy a hacer el intento: por ejemplo ahora pienso al mismo tiempo en esto que acabo de escribir pero no en lo que está por venir y sí en mis dedos sobre el teclado y en la cara de Ben diez. Otra vez: si me concentro bien escribir sería como hablar y todos sabemos que se puede hablar y pensar en otra cosa al mismo tiempo, lo hacemos todo constantemente. Pero no, no me salió.
Capaz después de la siesta se te aplasta el hojaldre. Soñé con él otra vez, ¿qué onda?, no hace nada, pero aparece, reclamando algo por escrito en caracteres extraños. Demasiados restos diurnos, no vale la pena analizar.
                Hay un pensamiento bailando abajo o atrás de todo esto, ¿si lo escribo se va?, me está molestando: ocho meses mirando el plafón de vidrio y recién hoy vengo a darme cuenta que mientras lo miro, si el sol me ilumina también me veo a mí. ¿Ocho meses mirándome sin verme?
¿Se fue? Un poco. Quedó ahí arriba. Podría escribir un cuento de 160 caracteres como el que me sugiere Antel, a ver si le gusta:
 «Miraba el plafón de vidrio, todos los días, como hipnotizada. La ayudaba a pensar, a pensarse. Ocho meses mirándose sin verse, hasta hoy. »
Ahora quedó debajo de donde digo “quedó ahí arriba”. Pero arriba de esto. Ok, no. No son compatibles los niveles del pensamiento y del papel.