Los efectos del gas fueron devastadores. Los escasos sobrevivientes demoraron días en recobrar la conciencia. Cuando despertaron se vieron confundidos entre los cadáveres, como si al momento de la explosión todos hubieran caído al unísono allí donde los sorprendió. Lo único que los diferenciaba era la forma en que yacían los cuerpos. Los que habían alcanzado la muerte, se encontraban contraídos violentamente en una especie de posición fetal forzada, casi esférica. Los que por fortaleza o suerte no pudieron alcanzarla, pero que sí la desearon durante las horas agónicas que demoró en hacer efecto el gas, se encontraban desmayados entre sus iguales sin vida, pero no habían llegado a esa posición que cualquiera de nosotros podría haber tomado como irónica; eso de dejar la vida igual que como se llega a ella.
De a poco se fueron incorporando. Paulatinamente iban recuperando la fuerza que les permitía moverse entre los cuerpos. Cada uno tenía la sensación de que no podía ser el único con vida, que debía encontrar a otros. Pero antes de comenzar esa búsqueda necesitaban energía, y así se fueron encontrando, de a uno, en el centro de comida. El hongo que los alimentaba estaba casi seco, pero algo se podía rescatar. Los primeros tres llegaron prácticamente juntos. Comieron, pero con prudencia. Sabían que por ahora eso era todo lo que tenían, además de la esperanza de que siguieran apareciendo sobrevivientes, por lo que debían guardar alimento para ellos también. Y así fue: comenzaron a aparecer de diferentes direcciones, todos tomaban su ración y aguardaba pacientemente la llegada de otros. El número treinta fue el último. Esperaron unos días más, pero nada. Había llegado la hora de salir.
La cantidad de muertos era abismal, había tantos cadáveres que se veían obligados a caminarles por encima. Necesitaban hacer una limpieza. Afortunadamente los orificios de entrada y salida que tiempo antes habían logrado abrir gracias a los nudos de las tablas, seguían abiertos. Los usarían para tirar los cuerpos. Se les ocurrió cuando luego de mirar hacia abajo, notaron que varios ya habían caído. Los vieron como pequeñísimos puntos negros allá a lo lejos sobre el fondo blanco. Cada uno debía cargar un cuerpo y dejarlo caer por las perforaciones. Ya hacía días que se venían sumando sobrevivientes, por lo que el número inicial de treinta había aumentado considerablemente. Al principio soltaban el cuerpo y respetuosamente lo observaban caer, luego ya lo hacían con mecánica indiferencia. De a poco el blanco dejó de ser tan blanco, y el espacio se volvió más transitable. Pero aún quedaban cientos por tirar.
La eliminación de cadáveres continuó sin mayores inconvenientes hasta hoy. Varios de ellos llegaron al orificio prontos para soltar el cuerpo, pero al hacerlo notaron, con asombro, que el cadáver quedaba suspendido. Se podía ver a través del orificio, pero había algo que no permitía pasar. Una delgada capa transparente y pegajosa. No era fácil librarse una vez que intentaban caminar sobre ella. Habían estado tan ocupados en su tarea infinita, que no notaron los cambios que sucedían debajo de sus pies. El blanco ya no solo no era blanco por el amontonamiento de cuerpos, sino que además había sido habitado por otro ser que ya no soportaba el bombardeo. El mismo que había sido responsable de de todas las muertes, que no los quería viviendo sobre su cabeza, que estaba harto de barrer las pequeñas bolitas negras y de sacudir las sábanas, que había decidido pegar cinta adhesiva en cada uno de los orificios y que no dudaría un instante en repetir el gas inicial: yo.
martes, 26 de noviembre de 2013
Octubre
Paso mucho tiempo sola y en silencio. Ni siquiera tengo el impulso de poner música, la música es para cuando me siento bien.
Capaz
empezar a leer La novela luminosa no fue una buena idea. O sí. Capaz
escribir de esta forma -que es prácticamente la misma que usó él para
escribir su diario- me ayude. ¿A qué? Ni idea. Por lo menos a hacer
algo y no quedarme sentada en esta silla mirando los dibujos del mantel.
Es muy probable que hasta esté escribiendo parecido, no me culpen si
parece un plagio. O sí cúlpenme, no sé.
Me
identifico mucho con el viejo, que además de muchas otras cosas, está
claramente deprimido. Dice que los antidepresivos le hacen bien, me
pregunto si yo debería tomar. De última es una droga más, qué le hace
una mancha más al tigre, un químico más al organismo. Algo que me saque
de este embotamiento. Algo que haga que las actividades cotidianas no me
signifiquen tanto esfuerzo. Que para colgar la ropa no necesite tomar
aliento, repensarlo, lidiar con la posibilidad de dejarlo para después y
juntar fuerza para lograr hacerlo en lugar de dormir la siesta -la
mayoría de las veces sin éxito- que es en verdad lo único que siempre
tengo ganas de hacer. Ni hablar de lo que es salir a comprar jabón en
polvo; dos días postergando y planificando una compra que solamente
consiste en bajar una escalera, salir, caminar diez pasos y volver.
No
me quiero poner a deshilvanar qué cosas son las que me tienen así.
Solo quiero un caramelo mágico que me de energía, pero sin bajada y sin
bajón.
A mis veintisiete años debería ser preocupante verse en un viejo ermitaño, hipocondríaco y agorafóbico de sesenta. Y lo es.
Los
platos sucios siguen ahí. Sé que es un minuto lavarlos, pero los sigo
acumulando. Si no están por el techo, es únicamente porque no vivo sola.
Donde
sí vivo sola, y se nota, es en mi cuarto. Soy incapaz de meter las
cosas en el ropero, las veo ahí tiradas, pienso que debería juntarlas,
imagino la cantidad de bichos que podrían estar anidando en ellas, pero
no hago nada. Hay una botella de cerveza vacía que la semana pasada un
amigo tiró contra un rincón, parodiando el estado del cuarto, y ahí
está, cubierta de polvo, exactamente en la misma posición en la que
aterrizó. Cerca hay cuatro revistas del ochenta y pico que compré una
vez con la intención de usarlas para decorar mi bicicleta, y también
están ahí, juntando el mismo polvo. La cara de Susana Giménez me mira
cada vez que me voy a acostar. Yo me limito a correrla un poco con el
pie cada vez que me interrumpe el paso. Porque sonará raro, pero no me
gusta pisar las cosas que tapizan el piso de mi cuarto. Incluso cuando
no hay más espacio dónde pisar, delicadamente voy a haciendo huequitos
con el pie, de manera de pisar alfombra y no ropa o libros o revistas o
platos o lo que sea que haya tirado por ahí. Tampoco me gusta dormir
con la cara contra el colchón, por lo que si bien jamás tiendo la cama,
cada noche pongo correctamente la sábana de abajo, y el resto me lo
tiro encima lo más uniformemente posible para que me quede todo el
cuerpo bajo el acolchado.
Y
las siestas... este año son un poco más justificadas porque entro a
trabajar a las siete y media de la mañana. Pero ya he pasado por estados
similares en otras etapas de mi vida, y las siestas existían igual, el
mismo mecanismo de evasión. El otro día me desperté con la certeza de
que si duermo tanto, es porque me resluta mucho más interesante lo que
pasa en los sueños que lo que vivo diariamente durante la vigilia. O al
menos mientras sueño me siento mejor. A diferencia del viejo nunca logro
anotarlos… si por lo menos me sirvieran para ejercitar la escritura.
Soy muy mala imaginando historias, pero capaz no soy tan mala
contándolas. Igual siempre recuerdo cosas aisladas, o que considero
estúpidas, o demasiado obvias.
Del
sueño de hoy por ejemplo, recuerdo que pasaban cosas alrededor, no
recuerdo qué, solo tengo la imagen de estar rallando zanahorias en un
rallador bastante grande, de esos que son como una pirámide trunca.
Usaba la parte que ralla más fino, no paraba, rallaba una zanahoria
atrás de la otra, y se iba formando una montaña de tiritas naranjas que
yo no podía ver, pero sabía exactamente qué aspecto tenía. No era ciega
pero no podía ver. De a ratos, mientras el resto de la escena se
sucedía, yo estiraba la mano y agarraba tiritas de lo que supongo era un
plato, y me las pasaba por la boca. No las comía, pero las sentía,
eran suaves y frescas. Eso es todo.
Sé
que pasaron miles de cosas más, seguramente mucho más ricas, pero no me
acuerdo. Si fuera buena, quizá solo con esto podría escribir un relato
interesante, pero probablemente no lo sea y por eso no lo puedo
escribir.
No
solo es que no sea buena, sino que además soy vaga. Quiero que mi
inconsciente me de todo pronto, y yo solo tener que ponerlo en
palabras.
La
ley del mínimo esfuerzo. Creo que es la que rige mi vida entera. Ya me
lo pusieron como juicio una vez en un carné, junto con «cuide actitudes y
vocabulario».
Sé
que puede sonar pedante decir que me siento identificada con Levrero,
pero que no se malinterprete. No me identifico con él como escritor, o
como pensador o como lo que mierda sea además de un genio. Ni siquiera
digo que mi neurosis sea causada por las mismas cosas que la de él,
capaz solo tenemos en común la depresión, que al ser una enfermedad que
se produce por la falta de ciertos químicos en el organismo, en todas
las personas se manifieste con síntomas parecidos. Capaz si en vez de él
fuera Coelho el que escribe un diario sobre una etapa similar, me
sentiría igual de retratada (igual o más, como manipulador es muy bueno
ese hijo de puta). Pero en este momento lo estoy leyendo a él, y es en
él en quien me veo.
En
un momento de La novela cuenta que estuvo sentado en un bar con Chl,
conversando sobre no me acuerdo qué escritor, por el que ella sentía una
gran admiración, que él compartía, pero no tanto. Y en un momento
siente la necesidad de decirle «Ojalá después de que yo muera, alguna
vez dos personas como nosotros se encuentren en algún boliche del mundo y
hablen de mí en esta forma» y agrega para sí «Esa manera de
sobrevivirse en el arte»
No
sé si lo hice en un bar, y sé sin dudas que no soy (somos) como ellos,
pero lo hemos hecho, lo hacemos. Quizá yo no lo hablo tanto, porque paso
mucho tiempo en silencio, pero sí pienso de esa forma en él.
Voy a colgar la ropa.
Gracias Mario.
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