martes, 26 de noviembre de 2013

Genocidio

Los efectos del gas fueron devastadores. Los escasos sobrevivientes demoraron días en recobrar la conciencia. Cuando despertaron se vieron confundidos entre los cadáveres, como si al momento de la explosión todos hubieran caído al unísono allí donde los sorprendió. Lo único que los diferenciaba era la forma en que yacían los cuerpos. Los que habían alcanzado la muerte, se encontraban contraídos violentamente en una especie de posición fetal forzada, casi esférica. Los que por fortaleza o suerte no pudieron alcanzarla, pero que sí la desearon durante las horas agónicas que demoró en hacer efecto el gas, se encontraban desmayados entre sus iguales sin vida, pero no habían llegado a esa posición que cualquiera de nosotros podría haber tomado como irónica; eso de dejar la vida igual que como se llega a ella.

De a poco se fueron incorporando. Paulatinamente iban recuperando la fuerza que les permitía moverse entre los cuerpos. Cada uno tenía la sensación de que no podía ser el único con vida, que debía encontrar a otros. Pero antes de comenzar esa búsqueda necesitaban energía, y así se fueron encontrando, de a uno, en el centro de comida. El hongo que los alimentaba estaba casi seco, pero algo se podía rescatar. Los primeros tres llegaron prácticamente juntos. Comieron, pero con prudencia. Sabían que por ahora eso era todo lo que tenían, además de la esperanza de que siguieran apareciendo sobrevivientes, por lo que debían guardar alimento para ellos también. Y así fue: comenzaron a aparecer de diferentes direcciones, todos tomaban su ración y aguardaba pacientemente la llegada de otros. El número treinta fue el último. Esperaron unos días más, pero nada. Había llegado la hora de salir.

La cantidad de muertos era abismal, había tantos cadáveres que se veían obligados a caminarles por encima. Necesitaban hacer una limpieza. Afortunadamente los orificios de entrada y salida que tiempo antes habían logrado abrir gracias a los nudos de las tablas, seguían abiertos. Los usarían para tirar los cuerpos. Se les ocurrió cuando luego de mirar hacia abajo, notaron que varios ya habían caído. Los vieron como pequeñísimos puntos negros allá a lo lejos sobre el fondo blanco. Cada uno debía cargar un cuerpo y dejarlo caer por las perforaciones. Ya hacía días que se venían sumando sobrevivientes, por lo que el número inicial de treinta había aumentado considerablemente. Al principio soltaban el cuerpo y respetuosamente lo observaban caer, luego ya lo hacían con mecánica indiferencia. De a poco el blanco dejó de ser tan blanco, y el espacio se volvió más transitable. Pero aún quedaban cientos por tirar.

La eliminación de cadáveres continuó sin mayores inconvenientes hasta hoy. Varios de ellos llegaron al orificio prontos para soltar el cuerpo, pero al hacerlo notaron, con asombro, que el cadáver quedaba suspendido. Se podía ver a través del orificio, pero había algo que no permitía pasar. Una delgada capa transparente y pegajosa. No era fácil librarse una vez que intentaban caminar sobre ella. Habían estado tan ocupados en su tarea infinita, que no notaron los cambios que sucedían debajo de sus pies. El blanco ya no solo no era blanco por el amontonamiento de cuerpos, sino que además había sido habitado por otro ser que ya no soportaba el bombardeo. El mismo que había sido responsable de de todas las muertes, que no los quería viviendo sobre su cabeza, que estaba harto de barrer las pequeñas bolitas negras y de sacudir las sábanas, que había decidido pegar cinta adhesiva en cada uno de los orificios y que no dudaría un instante en repetir el gas inicial: yo.

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