Hace un día entero que
está parada, las piernas separadas, los brazos a los lados y una mirada fija en
ella que no la deja en paz. Siente las piernas hincharse, apretadas cada vez
más por la tela rígida del pantalón. Le preguntan una y otra vez dónde está el
flaco Pepe; ella contesta una y otra vez que no sabe.
Y de verdad no sabe, él
se fue un día sin decir a dónde y ella hizo fuerza para no preguntar. Intentó hacer
lo mismo, pero la encontraron.
Un día durante el
interrogatorio no aguantó más y dijo que recordaba un lugar al que había ido que podría ser lo que buscaban. Hizo memoria y describió con detalles la casa
verde, habló de sus habitantes, inventó que quedaba por camino Maldonado, y
los guió hasta ahí torpemente, con la excusa de que en el trayecto anterior
había estado encapuchada. Nunca encontraron el lugar.
Mi infancia transcurrió
entre libros para niños e historias para grandes, como ésta. Hace poco le
pregunté dónde estaba el odio durante la tortura, y me dijo que no estaba, que
había solo un pensamiento circular que la tranquilizaba: no hablar. Y nunca
habló.
Hoy su cara podría ser una foto gris en manos de gente que marcha en silencio. Su historia podría
haber terminado ahí. La mía podría no haber empezado. Pero por suerte no
estaba sola y logró salir, por suerte pudo encontrar al flaco e irse de
Uruguay, por suerte, Vargas Llosa no era autor de cabecera de ningún militar.
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