sábado, 22 de agosto de 2015



Supongo que cuando sos niño la injusticia se vive diferente. No la identificas como tal, no tenés las herramientas para notarla y mucho menos para rebelarte ante ella en caso de que logres darte cuenta que está sucediendo.
Para un observador externo tu vida puede estar llena de injusticia y acciones erradas, pero para vos es tu vida, la única que conocés, está llena de las cosas que está llena y nada más.
Así transcurrió mi infancia, llena de cosas.
Vivíamos en el campo, nuestra casa era grande, tenía que serlo para que pudiéramos entrar todos. Éramos 8 sin contar a papá, que un día se fue y nunca supe que pasó con él. Hay muchas cosas que nunca supe y que no sé… capaz ahora pueda empezar a saberlas.
Tengo muchos recuerdos de mi primera infancia, algunos muy agradables como cuando acompañaba a mamá a ordeñar. Llevaba mi vaso, me sentaba en un banquito a su lado y la observaba atentamente. Ella no me hablaba, solo se limitaba a llenar el vaso primero y el balde después. Yo bebía, miraba y hamacaba las piernas que aun no tocaban suelo. 
Siempre me bañó ella, era como si yo fuera incapaz de hacerlo por mí mismo, aunque esto lo razoné después. Recuerdo no entender qué eran esas dos cosas me ponía en la cabeza, siempre en el mismo orden. La primera hacía espuma, la segunda no.
 A veces me agarraba fuerte del brazo y me gritaba, yo me daba cuenta por su cara. Rara vez entendía por qué lo hacía.
También la recuerdo gritándole a mis hermanos. En casa se gritaba mucho, o capaz era una de las pocas cosas que yo podía reconocer de lejos. Otras veces los observaba hablar y con los años aprendí  a decodificar algunas intenciones y entender algunos gestos.
Ellos, sobre todo mamá, inventaban su propia manera de comunicarse conmigo. No pretendían que yo me comunicara con ellos, solamente necesitaban decirme algunas cosas de manera que yo las pudiera entender. Cosas básicas del tipo “está la comida” “lávate los dientes” “es hora de acostarse”.
Los rezongos eran, como ya dije antes, abruptos y llenos de gritos incomprensibles.
Yo sabía que era diferente y que había algo que el resto de la gente podía hacer y que yo no. No recuerdo el momento en el que entendí que existía eso, que ahora sé se llama sonido, pero sí recuerdo pensar que era la única persona en el mundo que no podía escucharlo. En la escuela, que quedaba a varios kilómetros, compartía clase con otros niños de edades similares, pero ninguno se parecía a mí. Andrés estaba siempre en su silla de ruedas, Tomás y Rodrigo eran muy parecidos entre sí, siempre se les caía la baba, me acuerdo que me daban mucha gracia. También estaba Analía, con ella me identificaba un poco más porque entendía que a los dos nos faltaba algo específico, pero era muy difícil relacionarnos. Yo no escuchaba, y Analía no podía ver.
En la escuela aprendí las letras, alguna operación matemática muy simple y poca cosa más. La maestra hacía lo mismo que mamá, me gritaba para rezongarme, aunque supiera que yo no la podía oír, y se inventaba señas para explicarme algunas cosas básicas.
Me faltó nombrar a Camilo, mi mejor amigo. No sé qué tenía él, por qué estaba en nuestro grupo, solo sé que nos llevábamos muy bien, y que era la única persona con la que no me sentía diferente. Él no me gritaba ni me sacudía y conversábamos sin parar, el secreto era que el código  que usábamos para comunicarnos lo inventamos entre los dos, a él sí le interesaba lo que yo tenía para decir.
Mamá quería que yo siguiera estudiando, así que cuando terminé la escuela y después de algunas averiguaciones, decidió mandarme a Montevideo, resultó que había un liceo al que concurrían adolescentes como yo. Al principio viajaba todos los días. Cuando recién empecé no lograba entender qué pasaba. Estaba lleno de personas de mi edad, se comunicaban entre ellos de manera muy fluida y similar a la que usaba mamá y a la que yo usaba para hablar con Camilo, pero que no podía entender. Poco a poco fui entendiendo la dinámica y aprendiendo la nueva lengua, que incorporé con asombrosa rapidez.

Ahora que ya pasaron varios años desde que empecé a viajar a Montevideo, que ya no me asusta la luz roja que se prende en los salones a lo hora del recreo, que tengo mi propia lengua, que sé lo que es un intérprete, que hay uno a mi disposición y que está siendo mi herramienta para comunicar todo esto, quiero aprovechar que te tengo enfrente, mamá, para decirte que aquel día que estaba jugando a la pelota con Camilo y que se rompió un vidrio de casa y que vos me arrastraste de la oreja gritando cosas que como siempre yo no pude entender y que me dejaste encerrado en el cuarto toda la tarde, ese día cuando yo movía las manos y lloraba, lo que te estaba queriendo decir era que no habíamos sido nosotros, que había pasado el hijo del vecino y había tirado una piedra. Él sabía que yo no te lo iba a poder contar. Bueno, demoré un tiempo, pero pude.

Y ahora quiero que vos me cuentes, ¿qué pasó con papá?

La casa verde


Hace un día entero que está parada, las piernas separadas, los brazos a los lados y una mirada fija en ella que no la deja en paz. Siente las piernas hincharse, apretadas cada vez más por la tela rígida del pantalón. Le preguntan una y otra vez dónde está el flaco Pepe; ella contesta una y otra vez que no sabe.
Y de verdad no sabe, él se fue un día sin decir a dónde y ella hizo fuerza para no preguntar. Intentó hacer lo mismo, pero la encontraron.
Un día durante el interrogatorio no aguantó más y dijo que recordaba un lugar al que había ido que podría ser lo que buscaban. Hizo memoria y describió con detalles la casa verde, habló de sus habitantes, inventó que quedaba por camino Maldonado, y los guió hasta ahí torpemente, con la excusa de que en el trayecto anterior había estado encapuchada. Nunca encontraron el lugar.
Mi infancia transcurrió entre libros para niños e historias para grandes, como ésta. Hace poco le pregunté dónde estaba el odio durante la tortura, y me dijo que no estaba, que había solo un pensamiento circular que la tranquilizaba: no hablar. Y nunca habló.

Hoy su cara podría ser una foto gris en manos de gente que marcha en silencio. Su historia podría haber terminado ahí. La mía podría no haber empezado. Pero por suerte no estaba sola y logró salir, por suerte pudo encontrar al flaco e irse de Uruguay, por suerte, Vargas Llosa no era autor de cabecera de ningún militar.

miércoles, 16 de abril de 2014

(?)

Resulta


que puedo


escribir


así


nomás


libremente.


Puedo escribir sobre la plaza, sobre ella, sobre ellas, sobre él


sin pensar en la sintaxis ni en la taxis ni en él.


Escribir sobre ese banco, y no encima de él.


Repetir si quiero ese pronombre, y sacarle capaz el tilde, a ver:


el.


Hablar sobre la pasta azul que asoma entre sus dientes y sobre mi falsamente inocente ¿qué es?


de mi no-quiero-estar-acá-pero-igual-me-quedo y usar bien de atrevida eso que le vi hacer a Cortázar antes de ayer.

Del escalón roto, de la ausencia de sacacorcho, de la presencia de cuchillo, del colchón con olor a perro, del despertar en la bicicleta y del viejo y odiado ¿para qué?.

viernes, 6 de diciembre de 2013

Con permiso...

Para Dani.
“Sacate los pantalones” dice, y obedecés.
“Bajate la bombacha” dice luego sin mirarte, y también obedecés.
Te agachás, te separás las nalgas ante su mirada -ahora sí- escrutadora, y cuando te lo indica, tosés. 
Hacés lo que te dice porque tenés un objetivo claro del que te separa una altísima pared que sabés infranqueable, a no ser que hagas exactamente lo que te ordenan, con sumo respeto y sin chistar. Porque estás en su territorio y ahí sí mandan. Territorio en el que si no decís “con permiso, buenas tardes” antes de hacer una pregunta, te obligan a salir de la habitación, y decirlo al volver a entrar. Y lo hacés, porque mientras reprimís las ganas de quedarte y arrancarles el bigotito con piel y todo y pensás en lo curioso que te resulta el hecho de que realmente tengan ese bigotito y que al contrario de lo que pudiste haber imaginado no sea únicamente patrimonio del mundo de las caricaturas, recordás que si no lo hacés te sacan el derecho a la visita, y te lo sacan con gusto, con el mismo gusto que ante tu desconcierto repiten a modo didáctico “con permiso, buenas tardes”. 
Hagas lo que hagas, para ellos es ganar. Pero vos sabés que en verdad hace tanto tiempo que perdieron, que ya no diferencian una cosa de la otra y viven confundiendo sus ganancias con las pérdidas de los demás. 
Entonces salís, y volvés a entrar, porque tu objetivo sigue estando firme, y la persona que está al otro lado de la pared, de la que te separan militares armados, alambres de púa, muros y candados, vale todo ese manoseo, vale naturalizar el hecho de agacharte y toser, vale decir “con permiso” y “buenas tardes”. Y porque sobre todas las cosas, ese amigo que te espera, eventualmente va a salir, y ellos van a seguir ahí, en las mismas oficinas, exigiendo el mismo respeto artificial y regodeándose en la misma mierda. 
Entonces mientras los ves calentar agua para el mate en el mismo ladrillo y con la misma resistencia que usan los reclusos, y comer las mismas galletas de campaña con el mismo dulce de membrillo que a vos no te dejan pasar porque se puede usar para oxidar barrotes, y mientras ves también más allá, al tipo de uniforme camuflado, caminar detrás del alambrado de un lado para otro sin parar durante horas abrazado a la “pajera”, te acordás de la canción “Estamos prisioneros carcelero”, y te das cuenta, con esa simple frase, cuánta razón puede llegar a tener.

jueves, 28 de noviembre de 2013

De cómo lo conocí

En mi casa siempre hubo muchos libros. No es capricho de la vida que me guste tanto leer. Mis viejos militaron firmemente durante toda mi infancia para que eso suceda.
Me acuerdo del primer libro sin dibujos: “Los troesmas de la capital cuentan”. Me acuerdo de la contratapa que decía que era para los niños que querían un libro lleno de letras como los de los grandes y que también era para los más chiquitos que no sabían distinguir la “o” de un huevito, pero que igual pedían que se los lean. Me acuerdo del saurio rosa que crecía de un papel de chicle.
También me acuerdo del Barco de vapor, de la serie blanca, del libro ”Un montón de unicornios”, de la parte que hablaba sobre una palmera “triste y descolorida” y de cómo yo siempre leía “triste y desconsiderada”. Me gustaba ir pasando de la serie blanca a la celeste y de la celeste a la naranja. Cuando llegué a la roja ya podía decir que era grande.
También estaba Trilce y la colección “para esos locos bajitos”. No sé por qué me acuerdo de la editorial y del nombre de la colección. Supongo que me gustaba eso de ser una loca bajita y que hubiera libros para mí.
Después hubo una época en la que dejé de prestar atención a las editoriales y a las colecciones, incluso a los autores y a los nombres de los libros. Agarraba uno cualquiera de la biblioteca de mi casa, si me gustaba lo leía, y si no lo dejaba por la mitad.
Una mañana de esa misma época, en el transcurso de una clase de literatura, el profesor se acercó y me dio un libro. “Leelo” dijo. Como yo devoraba lo que me llegara a las manos, y como tenía -y tengo- un gran respeto hacia él, lo hice. En menos de una semana ese libro dejó de ser solo papel impreso y pasó a formar parte de mi torrente sanguíneo, y cual tenia equinococo fue dejando huevos en todos mis órganos sin que yo lo notara. Le devolví el libro sin más.
Años después algún huevo eclosionó y aquella historia reapareció en mi mente. No recordaba cómo era el libro, ni el autor, y mucho menos la editorial. Solo recordaba a un hombre que se encontraba de pronto frente a una puerta, la abría y entraba a una habitación, luego de cerrarla ya no podía volverla a abrir, pero veía otra puerta en frente y también la abría, eso lo llevaba a otra habitación donde había otra puerta más, y así sucesivamente. En cada habitación encontraba personajes distintos y todo era muy raro, parecía salido de un sueño o de una alucinación. Tanto que llegué a dudar si realmente lo había leído o si era producto de mi imaginación.
Comencé a preguntar a las personas que sabía lectoras si tenían idea de qué libro se trataba, contaba brevemente lo que recordaba -que no era mucho- esperando algún dato, pero nadie me sabía decir. Eso reforzaba aún más la idea de haberlo soñado.
Llegué a recorer toda Tristán Narvaja, librería por librería, pero ningún librero parecía conocer el texto.
Pasaron meses, capaz un año, y me mudé a la costa. Pero la necesidad de releerlo seguía dando vueltas.
Una noche, de casualidad, conocí a un profesor de filosofía, y quién sabe cómo, llegamos a la conclusión de que aquel profesor mío de tercer año era su mejor amigo. Entonces me llené de esperanzas, hablé del libro una vez más y pregunté si sabía de cuál se trataba. Después de cinco años de haberlo leído, y de casi un año entero de búsqueda, este señor, muy tranquilamente me dijo: “Ah, claro, El lugar, de Levrero”. ¡Tenía el nombre! No conocía al autor, y aún pasaría largo tiempo antes de que pudiera conseguir un ejemplar. Ya no lo editaban y no pude encontrarlo usado.
Mario seguía vivo, y fue hasta después de su muerte que me topé (también de casualidad) con la trilogía involuntaria. Claro que yo no sabía mientras esperaba, que lo que tenía que suceder para que lo reeditaran era justamente eso, que muriera.
Hubiera preferido que las casualidades sigan, toparme con él un día y preguntarle si no sabía de quién era un libro que hablaba de un hombre, de muchas puertas y de un extrañísimo lugar.

martes, 26 de noviembre de 2013

Genocidio

Los efectos del gas fueron devastadores. Los escasos sobrevivientes demoraron días en recobrar la conciencia. Cuando despertaron se vieron confundidos entre los cadáveres, como si al momento de la explosión todos hubieran caído al unísono allí donde los sorprendió. Lo único que los diferenciaba era la forma en que yacían los cuerpos. Los que habían alcanzado la muerte, se encontraban contraídos violentamente en una especie de posición fetal forzada, casi esférica. Los que por fortaleza o suerte no pudieron alcanzarla, pero que sí la desearon durante las horas agónicas que demoró en hacer efecto el gas, se encontraban desmayados entre sus iguales sin vida, pero no habían llegado a esa posición que cualquiera de nosotros podría haber tomado como irónica; eso de dejar la vida igual que como se llega a ella.

De a poco se fueron incorporando. Paulatinamente iban recuperando la fuerza que les permitía moverse entre los cuerpos. Cada uno tenía la sensación de que no podía ser el único con vida, que debía encontrar a otros. Pero antes de comenzar esa búsqueda necesitaban energía, y así se fueron encontrando, de a uno, en el centro de comida. El hongo que los alimentaba estaba casi seco, pero algo se podía rescatar. Los primeros tres llegaron prácticamente juntos. Comieron, pero con prudencia. Sabían que por ahora eso era todo lo que tenían, además de la esperanza de que siguieran apareciendo sobrevivientes, por lo que debían guardar alimento para ellos también. Y así fue: comenzaron a aparecer de diferentes direcciones, todos tomaban su ración y aguardaba pacientemente la llegada de otros. El número treinta fue el último. Esperaron unos días más, pero nada. Había llegado la hora de salir.

La cantidad de muertos era abismal, había tantos cadáveres que se veían obligados a caminarles por encima. Necesitaban hacer una limpieza. Afortunadamente los orificios de entrada y salida que tiempo antes habían logrado abrir gracias a los nudos de las tablas, seguían abiertos. Los usarían para tirar los cuerpos. Se les ocurrió cuando luego de mirar hacia abajo, notaron que varios ya habían caído. Los vieron como pequeñísimos puntos negros allá a lo lejos sobre el fondo blanco. Cada uno debía cargar un cuerpo y dejarlo caer por las perforaciones. Ya hacía días que se venían sumando sobrevivientes, por lo que el número inicial de treinta había aumentado considerablemente. Al principio soltaban el cuerpo y respetuosamente lo observaban caer, luego ya lo hacían con mecánica indiferencia. De a poco el blanco dejó de ser tan blanco, y el espacio se volvió más transitable. Pero aún quedaban cientos por tirar.

La eliminación de cadáveres continuó sin mayores inconvenientes hasta hoy. Varios de ellos llegaron al orificio prontos para soltar el cuerpo, pero al hacerlo notaron, con asombro, que el cadáver quedaba suspendido. Se podía ver a través del orificio, pero había algo que no permitía pasar. Una delgada capa transparente y pegajosa. No era fácil librarse una vez que intentaban caminar sobre ella. Habían estado tan ocupados en su tarea infinita, que no notaron los cambios que sucedían debajo de sus pies. El blanco ya no solo no era blanco por el amontonamiento de cuerpos, sino que además había sido habitado por otro ser que ya no soportaba el bombardeo. El mismo que había sido responsable de de todas las muertes, que no los quería viviendo sobre su cabeza, que estaba harto de barrer las pequeñas bolitas negras y de sacudir las sábanas, que había decidido pegar cinta adhesiva en cada uno de los orificios y que no dudaría un instante en repetir el gas inicial: yo.

Octubre

Foto de Cecilia Almeida Saquieres

A mi mellizo diabólico.Perdón por ordenar tan poco el ático.

Paso mucho tiempo sola y en silencio. Ni siquiera tengo el impulso de poner música, la música es para cuando me siento bien.

Capaz empezar a leer La novela luminosa no fue una buena idea. O sí. Capaz escribir de esta forma -que es prácticamente la misma que usó él para escribir su diario- me ayude. ¿A qué? Ni idea. Por lo menos a hacer algo y no quedarme sentada en esta silla mirando los dibujos del mantel. Es muy probable que hasta esté escribiendo parecido, no me culpen si parece un plagio. O sí cúlpenme, no sé.

Me identifico mucho con el viejo, que además de muchas otras cosas, está claramente deprimido. Dice que los antidepresivos le hacen bien, me pregunto si yo debería tomar. De última es una droga más, qué le hace una mancha más al tigre, un químico más al organismo. Algo que me saque de este embotamiento. Algo que haga que las actividades cotidianas no me signifiquen tanto esfuerzo. Que para colgar la ropa no necesite tomar aliento, repensarlo, lidiar con la posibilidad de dejarlo para después y juntar fuerza para lograr hacerlo en lugar de dormir la siesta -la mayoría de las veces sin éxito- que es en verdad lo único que siempre tengo ganas de hacer. Ni hablar de lo que es salir a comprar jabón en polvo; dos días postergando y planificando una compra que solamente consiste en bajar una escalera, salir, caminar diez pasos y volver. 

No me quiero poner a deshilvanar qué cosas son las que me tienen así. Solo quiero un caramelo mágico que me de energía, pero sin bajada y sin bajón.

A mis veintisiete años debería ser preocupante verse en un viejo ermitaño, hipocondríaco y agorafóbico de sesenta. Y lo es.

Los platos sucios siguen ahí. Sé que es un minuto lavarlos, pero los sigo acumulando. Si no están por el techo, es únicamente porque no vivo sola.

Donde sí vivo sola, y se nota, es en mi cuarto. Soy incapaz de meter las cosas en el ropero, las veo ahí tiradas, pienso que debería juntarlas, imagino la cantidad de bichos que podrían estar anidando en ellas, pero no hago nada. Hay una botella de cerveza vacía que la semana pasada un amigo tiró contra un rincón, parodiando el estado del cuarto, y ahí está, cubierta de polvo, exactamente en la misma posición en la que aterrizó. Cerca hay cuatro revistas del ochenta y pico que compré una vez con la intención de usarlas para decorar mi bicicleta, y también están ahí, juntando el mismo polvo. La cara de Susana Giménez me mira cada vez que me voy a acostar. Yo me limito a correrla un poco con el pie cada vez que me interrumpe el paso. Porque sonará raro, pero no me gusta pisar las cosas que tapizan el piso de mi cuarto. Incluso cuando no hay más espacio dónde pisar, delicadamente voy a haciendo huequitos con el pie, de manera de pisar alfombra y no ropa o libros o revistas o platos o lo que sea que haya tirado por ahí. Tampoco me gusta dormir con la cara contra el colchón, por lo que si bien jamás tiendo la cama, cada noche pongo correctamente la sábana de abajo, y el resto me lo tiro encima lo más uniformemente posible para que me quede todo el cuerpo bajo el acolchado.

Y las siestas... este año son un poco más justificadas porque entro a trabajar a las siete y media de la mañana. Pero ya he pasado por estados similares en otras etapas de mi vida, y las siestas existían igual, el mismo mecanismo de evasión. El otro día me desperté con la certeza de que si duermo tanto, es porque me resluta mucho más interesante lo que pasa en los sueños que lo que vivo diariamente durante la vigilia. O al menos mientras sueño me siento mejor. A diferencia del viejo nunca logro anotarlos… si por lo menos me sirvieran para ejercitar la escritura. Soy muy mala imaginando historias, pero capaz no soy tan mala contándolas. Igual siempre recuerdo cosas aisladas, o que considero estúpidas, o demasiado obvias. 

Del sueño de hoy por ejemplo, recuerdo que pasaban cosas alrededor, no recuerdo qué, solo tengo la imagen de estar rallando zanahorias en un rallador bastante grande, de esos que son como una pirámide trunca. Usaba la parte que ralla más fino, no paraba, rallaba una zanahoria atrás de la otra, y se iba formando una montaña de tiritas naranjas que yo no podía ver, pero sabía exactamente qué aspecto tenía. No era ciega pero no podía ver. De a ratos, mientras el resto de la escena se sucedía, yo estiraba la mano y agarraba tiritas de lo que supongo era un plato, y me las pasaba por la boca. No las comía, pero las sentía, eran suaves y frescas. Eso es todo. 
Sé que pasaron miles de cosas más, seguramente mucho más ricas, pero no me acuerdo. Si fuera buena, quizá solo con esto podría escribir un relato interesante, pero probablemente no lo sea y por eso no lo puedo escribir.

No solo es que no sea buena, sino que además soy vaga. Quiero que mi inconsciente me de todo pronto, y yo solo tener que ponerlo en palabras. 

La ley del mínimo esfuerzo. Creo que es la que rige mi vida entera. Ya me lo pusieron como juicio una vez en un carné, junto con «cuide actitudes y vocabulario».

Sé que puede sonar pedante decir que me siento identificada con Levrero, pero que no se malinterprete. No me identifico con él como escritor, o como pensador o como lo que mierda sea además de un genio. Ni siquiera digo que mi neurosis sea causada por las mismas cosas que la de él, capaz solo tenemos en común la depresión, que al ser una enfermedad que se produce por la falta de ciertos químicos en el organismo, en todas las personas se manifieste con síntomas parecidos. Capaz si en vez de él fuera Coelho el que escribe un diario sobre una etapa similar, me sentiría igual de retratada (igual o más, como manipulador es muy bueno ese hijo de puta). Pero en este momento lo estoy leyendo a él, y es en él en quien me veo.

En un momento de La novela cuenta que estuvo sentado en un bar con Chl, conversando sobre no me acuerdo qué escritor, por el que ella sentía una gran admiración, que él compartía, pero no tanto. Y en un momento siente la necesidad de decirle «Ojalá después de que yo muera, alguna vez dos personas como nosotros se encuentren en algún boliche del mundo y hablen de mí en esta forma» y agrega para sí «Esa manera de sobrevivirse en el arte»

No sé si lo hice en un bar, y sé sin dudas que no soy (somos) como ellos, pero lo hemos hecho, lo hacemos. Quizá yo no lo hablo tanto, porque paso mucho tiempo en silencio, pero sí pienso de esa forma en él. 

Voy a colgar la ropa. 

Gracias Mario.