Supongo que cuando sos niño la
injusticia se vive diferente. No la identificas como tal, no tenés las
herramientas para notarla y mucho menos para rebelarte ante ella en caso de que
logres darte cuenta que está sucediendo.
Para un observador externo tu
vida puede estar llena de injusticia y acciones erradas, pero para vos es tu
vida, la única que conocés, está llena de las cosas que está llena y nada más.
Así transcurrió mi infancia,
llena de cosas.
Vivíamos en el campo, nuestra
casa era grande, tenía que serlo para que pudiéramos entrar todos. Éramos 8 sin
contar a papá, que un día se fue y nunca supe que pasó con él. Hay muchas cosas
que nunca supe y que no sé… capaz ahora pueda empezar a saberlas.
Tengo muchos recuerdos de mi
primera infancia, algunos muy agradables como cuando acompañaba a mamá a
ordeñar. Llevaba mi vaso, me sentaba en un banquito a su lado y la observaba
atentamente. Ella no me hablaba, solo se limitaba a llenar el vaso primero y el
balde después. Yo bebía, miraba y hamacaba las piernas que aun no tocaban
suelo.
Siempre me bañó ella, era como
si yo fuera incapaz de hacerlo por mí mismo, aunque esto lo razoné después.
Recuerdo no entender qué eran esas dos cosas me ponía en la cabeza, siempre en
el mismo orden. La primera hacía espuma, la segunda no.
A veces me agarraba fuerte del brazo y me
gritaba, yo me daba cuenta por su cara. Rara vez entendía por qué lo hacía.
También la recuerdo gritándole
a mis hermanos. En casa se gritaba mucho, o capaz era una de las pocas cosas
que yo podía reconocer de lejos. Otras veces los observaba hablar y con los
años aprendí a decodificar algunas
intenciones y entender algunos gestos.
Ellos, sobre todo mamá,
inventaban su propia manera de comunicarse conmigo. No pretendían que yo me
comunicara con ellos, solamente necesitaban decirme algunas cosas de manera que
yo las pudiera entender. Cosas básicas del tipo “está la comida” “lávate los
dientes” “es hora de acostarse”.
Los rezongos eran, como ya
dije antes, abruptos y llenos de gritos incomprensibles.
Yo sabía que era diferente y
que había algo que el resto de la gente podía hacer y que yo no. No recuerdo el
momento en el que entendí que existía eso, que ahora sé se llama sonido, pero
sí recuerdo pensar que era la única persona en el mundo que no podía
escucharlo. En la escuela, que quedaba a varios kilómetros, compartía clase con
otros niños de edades similares, pero ninguno se parecía a mí. Andrés estaba
siempre en su silla de ruedas, Tomás y Rodrigo eran muy parecidos entre sí,
siempre se les caía la baba, me acuerdo que me daban mucha gracia. También
estaba Analía, con ella me identificaba un poco más porque entendía que a los
dos nos faltaba algo específico, pero era muy difícil relacionarnos. Yo no
escuchaba, y Analía no podía ver.
En la escuela aprendí las
letras, alguna operación matemática muy simple y poca cosa más. La maestra
hacía lo mismo que mamá, me gritaba para rezongarme, aunque supiera que yo no
la podía oír, y se inventaba señas para explicarme algunas cosas básicas.
Me faltó nombrar a Camilo, mi
mejor amigo. No sé qué tenía él, por qué estaba en nuestro grupo, solo sé que
nos llevábamos muy bien, y que era la única persona con la que no me sentía
diferente. Él no me gritaba ni me sacudía y conversábamos sin parar, el secreto
era que el código que usábamos para
comunicarnos lo inventamos entre los dos, a él sí le interesaba lo que yo tenía
para decir.
Mamá quería que yo siguiera
estudiando, así que cuando terminé la escuela y después de algunas averiguaciones,
decidió mandarme a Montevideo, resultó que había un liceo al que concurrían
adolescentes como yo. Al principio viajaba todos los días. Cuando recién empecé
no lograba entender qué pasaba. Estaba lleno de personas de mi edad, se
comunicaban entre ellos de manera muy fluida y similar a la que usaba mamá y a
la que yo usaba para hablar con Camilo, pero que no podía entender. Poco a poco
fui entendiendo la dinámica y aprendiendo la nueva lengua, que incorporé con
asombrosa rapidez.
Ahora que ya pasaron varios
años desde que empecé a viajar a Montevideo, que ya no me asusta la luz roja
que se prende en los salones a lo hora del recreo, que tengo mi propia lengua,
que sé lo que es un intérprete, que hay uno a mi disposición y que está siendo
mi herramienta para comunicar todo esto, quiero aprovechar que te tengo
enfrente, mamá, para decirte que aquel día que estaba jugando a la pelota con
Camilo y que se rompió un vidrio de casa y que vos me arrastraste de la oreja
gritando cosas que como siempre yo no pude entender y que me dejaste encerrado
en el cuarto toda la tarde, ese día cuando yo movía las manos y lloraba, lo que
te estaba queriendo decir era que no habíamos sido nosotros, que había pasado
el hijo del vecino y había tirado una piedra. Él sabía que yo no te lo iba a
poder contar. Bueno, demoré un tiempo, pero pude.
Y ahora quiero que vos me
cuentes, ¿qué pasó con papá?